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sábado, 21 de agosto de 2010

El Devenir


La filosofía surgió como una sensación de sorpresa. Los griegos estaban maravillados por el cambio, por la inmovilidad del ser. Quizá esa sea la razón por la que Albert Camus, en su hermoso ensayo, El Destierro de Helena, comenta que al admirar la belleza de los atardeceres del Mediterraneo, los griegos debieron experimentar una gran angustia. Mi amigo Roberto Chacón interpretaba este comentario de Camus: la sensación de belleza crea angustia porque ella te hace sentir la profundidad de lo efímero. En alguna religión hindú, una deidad, Shiva, un dios danzante que pisotea al ego o a la vanidad, lleva en una de sus manos un tambor, que significa a la vez el tiempo y el ritmo. Shiva también lleva en otra mano un tridente. No sé con precisión qué significa. Pero Shiva también es un dios destructor: siendo la esencia del tiempo destruir, al tiempo también pertenece el crear y el regenerar. Shiva es una imagen hindú del devenir: un dios que danza y lleva el ritmo del universo con su tamborcito.

Los griegos, ya fuera de la filosofía, tenían a Dionisos como una deidad del devenir. Todos lo reconocemos como el dios del vino, que aparece embriagándose en pinturas del renacimiento y el barroco. Dioniso, despedazado por los envidiosos titanes, renacía y el tiempo de ese renacimiento era la primavera. De este dios se ha dicho que es el dios de la música, la sabia que vibra en el fondo de la antigua tragedia ática: el verdadero heroe trágico. Dionisos es afirmación del devenir. También dios bailarín, que no canta porque sus labios están ocupados con la ejecución de esa antigua flauta doble que conocemos como el aulós. Pero sus piés si están libres para danzar.

Dionisos y Shiva, dos deidades a través de las cuáles dos culturas asocian la música y la danza al devenir, a "la inocencia" del paso del tiempo...

El Cortejo de las Musas


Para los antiguos griegos, las artes musicales estaban íntimamente relacionadas con el acto de rememoración. En la vieja mitología olímpica, las musas son hijas de Mnemosyn, la memoria que guarda lo que merece ser rememorado. La música es el momento en que ocurre la celebración rememoradora. El cortejo de musas marchaba alegre por el monte Olimpo festejando las hazañas diarias de Zeus y los demás dioses. El alegre y gracioso andar de las musas era la toma de conciencia de la esencia divina que poseían los habitantes del monte Olimpo, momento de autoreconocimiento de su divinidad.

La presencia de la historia en el cortejo de las musas que anima a diario la vida de los dioses olímpicos tiene que ver con la relevancia que tiene la memoria en el marco de ese cortejo. Como el resto de las musas, la historia tiene su origen en cierto tipo de memoria, aquella que nos anima, que borra las decepciones y nos alegra. Es esta la historia que es musical, la que recuerda las grandes gestas y lleva a la eternidad a los autores de proezas y hazañas. Es la historia que se canta en las epopeyas, que hace trascender en el tiempo a los hombres que van más allá de sí mismos, al darles un espacio en la memoria, al nombrar sus logros en los poemas que los rapsodas por siempre entonarán para el pueblo.

El Happening y el Zen


El creador del happening, el primero en realizar uno fue el músico John Cage.

Según el budismo Zen, la angustia y el dolor nos desvían de la experiencia del Ser. El deseo y el ansia nos obligan a vivir en el anhelo de un futuro mejor, en detrimento de la experiencia viva del presente. El resentimiento nos retrotrae a los dolores del pasado y desarrolla en nosotros el espíritu de venganza, sin dejar espacio al amor posible. El miedo nos hace evadir la dimensión del aquí y el ahora donde habita en realidad nuestro Ser, lo que "somos". Sólo cuando percibimos la superficialidad y el carácter efímero de las emociones, cuando logramos distanciarnos de ellas, comienza a tener lugar una luz, la presencia absoluta del Ser.

El happening es una manifestación transitoria, sin consistencia permanente, que sólo tiene lugar en un presente que se disuelve. Al sacarnos del orden de las preocupaciones cotidianas, nos permite fijar la atención en situaciones singulares, únicas, que sólo tienen lugar mientras suceden y que son irrepetibles.

Cage, discípulo de D. T. Suzuki, encontró en el happening una forma a través de la cual artistas podían crear condiciones para que colectivos participaran en sucesos que rompían el orden cotidiano y que les permitía contactarse con aspectos de su ser que las diversas circunstancias sociales reprimen. En el happening, el ego del artista era disuelto por una participación colectiva de lo que en otros momentos podría llamarse espectadores.

La obra más polémica de Cage, 1'33, donde un pianista permanece sentado frente a su instrumento sin tocar una nota durante poco más de minuto y medio, podría verse incluso como una especie muy particular de zazén japonés (meditación budista). No importa si nos desagrada la obra, si permanecemos en el espacio del auditorio durante su interpretación, siempre estaremos atentos a lo que en realidad ocurre en un recital si hacemos abstracción de la música en favor del ser de los sonidos. El silencio no es ausencia de sonido sino una exclusión voluntaria que hacemos de algunos sonidos en la búsqueda de consuelos para nuestras ansias y tristezas.

Evidentemente, 1'33 no nos va a producir el placer sonoro de una obra de, por ejemplo, J. S. Bach, lo mismo que el zazeń no tiene como sentido relajarnos y adormecernos. La serenidad a la que conduce el soltar los apegos que nos encadenan coincide con un despertar intenso de nuestra atención sobre la realidad del mundo y de la vida que sostenemos en ella.

Homero no era sordo (I)


Hace tiempo leí, creo que en un libro de Arnold Hauser, que de acuerdo a ciertos mitos, Homero, autor de La Ilíada y de La Odisea, era ciego. Según estos mitos, la ceguera era símbolo de una visión superior, de una capacidad de ver más allá de lo que ven los mortales, el atributo divino de un vidente.

Estaba pensando por qué esos mitos no presentaban a los grandes rapsodas y poetas como sordos, como seres que no tienen oído sino para lo divino. Entonces me acordé de Beethoven, que sí llegó a estar sordo y así escribió algunas de las obras más sublimes de la historia de la música europea.

Al filo de la navaja - Keith Jarret


La música danza más que yo. Para mantenerme a su altura, no puedo tener un ancla, pues cualquier ancla impide entrar en esa danza.

Yo elijo ser soplado por el viento, como una caña de bambú. Y ser arrastrado por el viento es malo, si no lo conocemos. Tener algún centro de gravedad es muy importante —en mi caso, conocer la «danza de la música»— para saber cuándo es bueno acompañar al viento y fluir con él; para reconocer la verdadera danza. Cada uno crea su propio sonido, su estilo y manera de tocar; pero para ser arrastrado en esa corriente debes arrojarlo todo por la borda. En ese momento el auténtico arte comienza... aunque la mayoría no llega ni a planteárselo. Así no pueden ser soplados por el viento... ni danzar en el filo de la navaja.